Con botas en el terreno y el pulso firme, el Presidente ruso Vladímir Putin irrumpió en la provincia de Kursk, ataviado con uniforme militar, para lanzar un mensaje implacable: Los soldados ucranianos capturados en esta zona en disputa no tendrán clemencia. “Quien se encuentre en el territorio de la provincia de Kursk y atente contra las fuerzas del orden o la población civil será tratado como terrorista”, decretó el mandatario, marcando la línea de una ofensiva que no admite grises.
Desde el corazón del territorio recuperado, donde Rusia ya controla el 86% de la región tras la incursión ucraniana de agosto, Putin ordenó a sus Fuerzas Armadas clasificar como terroristas a los prisioneros de Kiev.
El jefe del Kremlin, según su portavoz Dmitri Peskov, vistió el uniforme como una “señal de determinación”, un símbolo de su apuesta por aplastar la resistencia enemiga y devolver la calma a Kursk: “Esperamos que muy pronto podamos respirar tranquilos al respecto”, afirmó Peskov, proyectando el fin cercano de una operación que, según el Kremlin, busca “liberar la provincia de los combatientes de Kiev”.
El General Valeri Guerásimov, cerebro militar de la campaña y Viceministro de Defensa, puso cifras al avance: “Más de 1.100 kilómetros cuadrados de terreno en la provincia de Kursk” han sido retomados; una hazaña que, para Moscú, acerca el telón de un conflicto que ha mantenido en vilo a la región.
La visita de Putin, más que una inspección, fue un rugido de autoridad, un recordatorio de que Rusia no cederá un palmo de lo que considera suyo.
Mientras el eco de las botas del líder resuena en Kursk, el mundo observa cómo este nuevo capítulo en la guerra redefine el trato a los cautivos y acelera el reloj de una batalla que promete no dar tregua; en el horizonte, la promesa de Putin: terminar lo que empezó, cueste lo que cueste.
Con información de Nota de Prensa
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